GUSTAVO MARTÍN GARZO 16/09/2007
Y puede que en ningún otro momento de la historia esta joven disciplina haya estado tan presente en nuestras vidas. Las Facultades rebosan de estudiantes, equipos de profesionales intervienen en las tragedias colectivas, seleccionan personal en las empresas o participan en "reality shows" televisivos, y muchos psicólogos y psiquiatras expresan sus opiniones y consejos en los medios de comunicación o escriben libros con indicaciones terapéuticas o de auto-ayuda. A pesar de que el acceso a la psicología en la Sanidad Pública sigue siendo precario, proliferan los artículos y revistas que divulgan un supuesto saber científico en torno a las profundidades de la mente humana. Uno de ellos, titulado "Autoestima española", de un prestigioso psiquiatra, ha llamado poderosamente mi atención por la manera en que ejemplifica el trato que suele darse a estas cuestiones en los medios de comunicación.
Las consideraciones que se vierten en ese artículo en torno a la autoestima nada aportan de original y adolecen de la misma formulación autosuficiente que suele imperar en los actuales escritos sobre psicología: son la expresión de la obviedad elevada al rango de ciencia. Las hipótesis (en este caso, que los españoles gozamos de una excelente autoestima) no necesitan ser demostradas a través de la reflexión o la argumentación, sino de numerosas encuestas en las que se ha preguntado directamente a miles de personas sobre su nivel de satisfacción consigo mismas. A partir de aquí, cualquier cuestionamiento sobra:
también cualquier explicación. La estadística por sí sola ha comprobado lo que, a los ojos de cualquier simple mortal, sería imposible de medir: el nivel de satisfacción subjetiva de un pueblo. El propio autor reconoce la dificultad y afirma que la autoestima "no podemos medirla como el pulso o la temperatura del cuerpo. El único método para estudiarla es preguntar". Todo se juega, pues, en las preguntas. La calidad de las respuestas depende de ellas: por eso los grandes filósofos se han distinguido siempre por la manera singular en que interrogan a la realidad.
La psicología hegemónica actual, en su empeño por alcanzar el estatus de una ciencia empírica (cuando su objeto de estudio, la subjetividad humana, no puede ser más inasible a través de mediciones estadísticas), ha hecho un tristísimo uso de las preguntas: planteando sólo las más previsibles, limitando al máximo las respuestas, eliminando por completo todo género de matices y detalles. Los resultados obtenidos son tan pobres como la herramienta utilizada, pero se vuelven incuestionables tras haber pasado por el filtro de las matemáticas y la estadística. Nuestro psiquiatra acaba su artículo sugiriendo que quizá los españoles tengan una percepción equivocada de sí mismos. Aún no nos hemos dado cuenta de la magnífica verdad que describen por nosotros las encuestas: "los pensamientos automáticos derrotistas nos roban continuamente la conciencia de nuestro alto y saludable bienestar emocional".
Este mismo esquema se aplica a diario en el terreno de la psicología clínica. Muchas terapias se basan en el aprendizaje de técnicas y ejercicios conducentes al control de los síntomas, renunciando a plantear los interrogantes básicos acerca de su origen o sentido. Y tales métodos se presentan como científicamente probados a través de experimentos empíricos, basados, en su inicio, en la comparación de la conducta humana con la que se puede observar en los ratones. El mensaje surge con claridad: "la psique es mucho más simple de lo que se ha podido pensar o intuir, responde a sencillos mecanismos de estímulo-respuesta, el hombre es un animal previsible".
La psicología, como disciplina dedicada al estudio de la mente humana, y en su vertiente terapéutica, da cuenta de la manera en que nos vemos a nosotros mismos, del modo en que nos acercamos a los demás y de la idea de bienestar y curación que proyectamos en quienes sufren. Su estado no hace más que demostrarnos la pobreza de nuestras aspiraciones, la poca importancia acordada a la creatividad y al juego, la profunda limitación de nuestra concepción del ser humano. Las llamadas estrategias de distracción proponen desviar la atención de la angustia para centrarla en banalidades cotidianas: el número de personas que llevan una prenda roja en un vagón de metro o la suma de las matrículas de los coches. ¿Por qué aspirar a que una persona disfrute del arte o encuentre un refugio en su imaginación? ¿Por qué tratar de ahondar en sus desdichas y reflexionar sobre ellas? ¿Por qué escuchar, con el compromiso que exige la verdadera escucha, sus sueños, temores y esperanzas: adentrarse en el terreno de lo no vivido? Es más sencillo y eficaz hacer un vacío en el pensamiento, desconfiar del poder de la palabra. Las terapias, lejos de tratar de conducir a las personas a la máxima realización de sus posibilidades, se convierten en la negación de lo específicamente humano: renuncia al vuelo del pensamiento y a la radical función del lenguaje. Como si a un pájaro atemorizado se le convenciera de que la vida es hermosa sobre una rama y no es conveniente que se lance a volar. A pesar de haber nacido con alas, se le recomienda que no las utilice, pues entrañan peligros. ¿Para qué arriesgarse? Uno puede perderse o caerse en las alturas, errar el camino de vuelta, ser atacado o sentirse inseguro. Nada le garantiza el bienestar. Del mismo modo la psicología, en su progresivo empobrecimiento, desea convencernos de que no merece la pena adentrarse en los oscuros caminos del pensamiento, la imaginación y la memoria. Se afana en disfrazar su complejidad, reforzar sus engaños, no descubrir sus potenciales. Parece ignorar que, como dijo Hölderlin, en "el peligro puede estar, también, la salvación".
Una arriesgada reflexión resulta imprescindible: ¿Qué hemos hecho del estudio de la mente humana, ese lugar fascinante y enigmático, para que haya derivado en tal cantidad de despropósitos? Toda la responsabilidad es nuestra. La vida y el mundo dependen del sentido que queramos otorgarles: de la medida en que estemos dispuestos a implicarnos, del compromiso que adquiramos con ellos. Un cuento proveniente de la tradición de los judíos jasidim, puesto en boca del Baal Shem Tov, llama la atención sobre el enorme potencial de nuestras realidades, pero también sobre la incesante tentación de apartar e ignorar sus maravillas: "¡Ay! ¡El mundo está lleno de brillantes resplandores y de misterios y el hombre los aleja de sí con una pequeña mano!". La psicología puede ser el terreno privilegiado de la imaginación, la memoria, la reflexión y el juego; también el de la obviedad, la simplificación y el conformismo. La elección sólo recae en nuestra pequeña mano.
Tomado de www.elpais.com
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