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lunes, 1 de octubre de 2007

El enfermo imaginario

 
 
Juan Gaitán

Internet, que se ha convertido en menos de una década en la fuente de todas las dichas y todas las desdichas, en ese instrumento del que ya se sirve todo el mundo para aparentar que sabe de algo generando una `cultura google´ (como la llama Guillermo Busutil, que también me regala el término `google de cabecera´) asentada en el vacío, es ahora, de repente, el paraíso de los hipocondríacos, de los enfermos imaginarios, quienes llegan ya a la consulta del médico con su propio diagnóstico clavado entre ceja y ceja, muchas veces sin haber tenido en cuenta si las páginas que han mirado son fiables o no, que esa es la gran trampa del invento, tan libérrimo que cada uno `cuelga´ lo que quiere, sea cierto o no.
La hipocondría, sin embargo, es un trastorno psicológico muy literario, que ha dado mucho juego a lo largo de la historia de la Literatura y que ha contribuido a generar un buen centón de obras maestras. El mismísimo Jean-Baptiste Poquelin, más conocido por Molière, autor de `El enfermo imaginario´, era hipocondríaco, y la lista de escritores que han sufrido/gozado de este mal es larguísima. El escritor chileno José Donoso se ingresaba en un hospital al terminar cada obra, extenuado y con úlcera de estómago por el gran esfuerzo que le suponía escribir. Hipocondríaco era también el norteamericano Edgar Allan Poe (que murió alcoholizado y de un ataque de delirium tremens), y autores como Jonathan Swift, James Boswell y los filósofos Kant y Schopenhauer, según cuenta Susan Baur en su libro `Hipocondría´.
El asunto es viejo. Ya en el Renacimiento, los hombres relacionados con las letras debían tener un aspecto tristón y algo enfermizo, porque la buena salud era tenido como símbolo de falta de sentimentalismo. Este mismo esquema se traspasa a los románticos del siglo XIX, que lo exacerbaron.
La Fundación Ciencias de la Salud y la Residencia de Estudiantes organizaron hace unos años en Madrid un ciclo de conferencias en el que un grupo de escritores hicieron su particular reflexión sobre la enfermedad y su relación con la literatura, y en el que personalidades como Josefina Aldecoa señalaron que "la imaginación se aviva durante las convalecencias... Hay una cierta melancolía, un ensimismamiento casi total...", todo lo cual permite aislarse del exterior, favoreciendo así la creación.
La hipocondría siempre ha dado mucho que escribir. El británico Robert Burton, en su célebre "Anatomía de la melancolía" (una obra maestra impresa por primera vez en 1621, que Borges ensalzaba y que la Asociación Española de Neurocirugía editó en castellano en 1997), exploraba las investigaciones realizadas desde la antigüedad sobre la melancolía y la hipocondría, y contaba el caso de un habitante de Siena (Italia) que se negaba a orinar por temor a inundar la localidad, y a quien su médico convenció de que había un incendio en la ciudad, por lo que el hombre empezó a orinar y se recuperó de inmediato, creyéndose además un héroe, un antinerón y, convirtiéndose, aunque esto nunca llegó a saberlo, en un perfecto personaje literario.

Tomado de www.laopiniondemalaga.es

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