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lunes, 4 de junio de 2007

La manía de complacer

Nadie se conforma con un reducido círculo de amistades sólidas, sino que aspira a quedar bien con todo bicho viviente


Las estrategias publicitarias de la época halagan al consumidor, insinuándole que es estupendo y maravilloso, que se merece un estatus más alto y un mayor grado de confort, que todos sus deseos deberían convertirse en realidad. En la misma línea, el discurso político dirigido a las masas se ha despojado de la antigua severidad de las consignas y ya no ordena al ciudadano cómo debe ser, sino que le pregunta qué quiere ser y cuáles son sus aspiraciones. Las firmas comerciales y las formaciones políticas necesitan hacer amigos, granjearse las simpatías del mayor número posible de personas, orientar sus esfuerzos hacia el asentimiento de la mayoría.

Esa misma tendencia ha penetrado en las relaciones personales. Nadie se conforma con un reducido círculo de amistades sólidas, sino que aspira a quedar bien con todo bicho viviente. Y no es algo de lo que en principio debamos avergonzarnos. Los humanos somos seres sociales necesitados de la aprobación y el reconocimiento de nuestros semejantes. La Psicología explica, por otra parte, que las personas integradas en su entorno tienen más probabilidades de alcanzar el equilibrio y disfrutar de una buena salud mental que quienes viven aislados, enfrentados con su hábitat, sin amigos y mal vistos por quienes les rodean.

Pero entre ser afectuoso, servicial y amable, y tomarse la vida como un concurso de popularidad va un largo trecho. Cuando sólo se aspira a coleccionar reconocimientos externos, aunque sea con la mejor de las intenciones, es muy probable que se pierda el rumbo de la propia mejora. El mayor aprecio es el que deriva del conocimiento profundo, y es difícil que todos puedan conocernos lo suficiente. Más aún: por regla general, quien intenta agradar por sistema se oculta tras una capa de apariencias, de fingimientos y de máscaras que al final lo hacen irreconocible. Podrá considerarse popular o simpático, cosa sin duda gratificante en esta era del éxito social a toda costa. Sin embargo, ni eso certifica la rectitud de su proceder ni le garantiza el beneficio final que de él vaya a obtener.

Muchas personas condicionadas por la opinión ajena, por el qué dirán o las ganas de agradar, terminan siendo víctimas de la incertidumbre inherente a estas preocupaciones. En lugar de forjarse una personalidad propia, se han hecho con un vestuario repleto de disfraces. Todos conocemos personas dotadas de un innato don de gentes; comportarse con cortesía y buenas maneras también facilita la aceptación de los otros. Pero la excelencia absoluta no existe. Nada hay más absurdo que pretender sacar buena nota en todos y cada uno de nuestros actos. Sólo los dictadores y algunos artistas de circo ganan por aclamación; el resto pasamos por la vida con mayor o menor éxito, pero siempre como la lluvia que no cae a gusto de todos.

Quienes porfían en este empeño inútil acaban siendo rehenes de su versatilidad. Se comprende al muchacho tímido que, encontrando obstáculos para ganar amigos, se presta a hacer favores y soportar abusos con tal de ser admitido en el grupo. No hay que juzgar mal al adolescente incapaz de dar una negativa por miedo a descender en el escalafón de popularidad del colegio. Pero la madurez comienza cuando uno deja de entender la vida como un campeonato de simpatía y, sin depender de la opinión de los demás, busca su realización personal en el propio proyecto de vida.

El medio urbano actual, que privilegia las apariencias debido a la brevedad y la discontinuidad con que se producen en él los encuentros entre personas, impone en cierto modo una idea del éxito basado en el coleccionismo de relaciones. Hay que tener una agenda repleta de nombres y teléfonos, ser conocido, estar integrado en un grupo lo más numeroso posible. Poco importa que la mayoría de esas relaciones sean superficiales. A la hora de la verdad es probable que ninguno de esos teléfonos responda y que entre esa muchedumbre de amigos no haya un solo hombro en quien poder llorar las penas ni una puerta donde encontrar cobijo. Pero su número crea la ilusión de presencia, la falsa idea de una completa integración en la sociedad.

Como saben bien los políticos enganchados a las encuestas y los sondeos de opinión, el argumento de la cantidad empieza a imponerse irracionalmente sobre el de la verdad, el de la calidad o incluso el de la conveniencia. Las emisoras de radio y de televisión ya no rivalizan entre sí por ofrecer mejores productos, sino por alcanzar los mayores índices de audiencia aun a costa de rebajar muchos de sus programas hasta el nivel de la pestilencia. Esa mentalidad ha penetrado en la escala de valores de mucha gente que ahora sólo aspira a pasar a todas horas la prueba del reconocimiento general, del asentimiento de la mayoría.

Las respuestas asertivas nunca deben estar condicionadas por la presión emocional o el temor a disgustar. Las personas que nunca discrepan, que se desviven por recibir el aplauso ajeno, consideran erróneamente que de ese modo se evitan problemas. No está tan claro. La huida del conflicto suele llevar a otros conflictos mayores. Cuántas veces quienes dicen 'sí' a todo se encuentran al poco tiempo metidos en atolladeros de los que sólo pueden salir aplazando compromisos, inventando pretextos falsos para justificar sus incumplimientos o dando explicaciones confusas de sus contradicciones.

En una anotación de sus 'Cuadernos' escribía Jules Renard: «La mala caridad es la que ofrece antes un vaso de vino que un mendrugo de pan». El complaciente de oficio está en primera fila cuando vienen bien dadas, pero desaparece como por ensalmo a la menor exigencia de compromiso. La empatía no es una estrategia comercial. Pensar en los otros no es pensar en qué imagen dar a los otros, sino ponerse en su lugar y, si fuera preciso, plantarles cara si con ello creemos hacerles algún bien.
Lo expresó un tanto cínica, pero acertadamente, el satírico Henry Louis Mencken: «Vive de manera que puedas mirar fijamente a los ojos de cualquiera y mandarlo al diablo»

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