En junio de 1901 escribía Emilia Pardo Bazán que los crímenes pasionales continuaban a la orden del día. Medio siglo después afirmaba resignada una de las prójimas de Maribel y la extraña familia: «Ahora los hombres matan mucho». Ha pasado otro medio siglo... y el mundo sigue rodando como en tiempos de la condesa escritora. Se suceden a ritmo creciente los casos de violencia de género, quedando en el pozo las esperanzas, seguramente excesivas, que despertó la cacareada ley. Cierto es que no se le debe exigir la eficacia inmediata de la purga de Benito, pero nadie se imaginaba que las cosas irían a peor. ¿Por blandenguería de los jueces como en su tiempo acusaba doña Emilia? «Sale bastante barato dar muerte a una mujer», denunciaba, «si costase más, se lo pensarían mejor los celosos y apasionados».
Le aburría a la puntillosa costumbrista la crónica del suceso pasional por su poca variedad y falta de amenidad. Le bastaba leer horrible crimen para imaginarse el relato rutinario, de sota, caballo y rey. Con las variantes que los tiempos imponen, su verosímil fabulación podría utilizarse como falsilla por los cronistas de hoy. Éstos son los datos: un menestral enamora a una muchacha que siempre fue «honrá», circunstancia supervalorada entonces; pronto se manifiesta como bebedor y mujeriego; por añadidura la maltrata de palabra y de obra; ella decide romper la relación y se resiste a los ruegos, maldiciones y amenazas del machista. Pasan dos meses; se encuentran en un baile; la moza se niega a reanudar el noviazgo; el chulo saca una faca -de «grandes dimensiones», solían ponderar los plumíferos- y se la clava en el corazón. En el juicio, el defensor lo pinta como un Otelo celoso de su honor, y el tribunal le aplica cuatro o cinco años... «Aquí no ha pasado nada, señores». Seguro que exagera la escritora para confirmarse en su opinión sobre la lenidad de ciertos jueces respecto a los crímenes pasionales; pero es sabido que no pocos de ellos adornan las sentencias con presuntuosas consideraciones de tipo religioso, filosófico y psicológico que sorprenden y a veces escandalizan.
No sólo la pasión motiva la violencia de género. Estamos en conmemoración cidiana y viene al recuerdo un singular caso de maltrato bestial a la mujer. Se cuenta en conocidos romances. «Ambas las fijas del Cid» -doña Elvira y doña Sol- son víctimas de la crueldad de sus maridos, los condes de Carrión. Diego y Fernando que tal era el nombre de los pollos, traman tomar venganza en sus mujeres, de una burla que les había hecho el Cid, su suegro. Salen de Valencia para sus tierras; en el camino, ordenan al séquito que los dejen solos y se introducen en un monte muy espeso y muy oscuro. Narra el romance: «Quédanse con sus mujeres/ tan solos Diego y Fernando/ de sus caballos se apean,/ y las riendas han quitado; /sus mujeres que lo ven/ muy gran llanto han levantado;/ apéanlas de las mulas/ cada cual para su lado;/ como las parió su madre/ ambas las han desnudado/ y luego a sendas encinas/ las han fuertemente atado./ Cada uno azota la suya / con riendas de su caballo;/ la sangre que dellas corre/ el campo tiene bañado...». Añade que no contentos con esto las dejan abandonadas en el monte. Lógicamente, el suceso dio mucho que hablar y juzgar: nada menos que tres cortes reunió el rey. El Cid había sufrido grandísima afrenta en las blancas carnes de sus hijas y era obligado hacerle justicia.
No sólo a la ley dura o blanda, hay que encomendar el problema creciente de la violencia de género; por cierto, ¡qué horrible expresión!
Desde la promulgación de la ley han aumentado los casos de maltrato a las mujeres. El presunto fracaso no significa que la ley sea mala, sino que precisa de sustanciosas mejoras. Sobre todo, demuestra la necesidad de favorecer la convivencia familiar; la violencia es consecuencia de dramáticas rupturas que la autoridad no evitó ni ahora puede restañar la ley.
Le aburría a la puntillosa costumbrista la crónica del suceso pasional por su poca variedad y falta de amenidad. Le bastaba leer horrible crimen para imaginarse el relato rutinario, de sota, caballo y rey. Con las variantes que los tiempos imponen, su verosímil fabulación podría utilizarse como falsilla por los cronistas de hoy. Éstos son los datos: un menestral enamora a una muchacha que siempre fue «honrá», circunstancia supervalorada entonces; pronto se manifiesta como bebedor y mujeriego; por añadidura la maltrata de palabra y de obra; ella decide romper la relación y se resiste a los ruegos, maldiciones y amenazas del machista. Pasan dos meses; se encuentran en un baile; la moza se niega a reanudar el noviazgo; el chulo saca una faca -de «grandes dimensiones», solían ponderar los plumíferos- y se la clava en el corazón. En el juicio, el defensor lo pinta como un Otelo celoso de su honor, y el tribunal le aplica cuatro o cinco años... «Aquí no ha pasado nada, señores». Seguro que exagera la escritora para confirmarse en su opinión sobre la lenidad de ciertos jueces respecto a los crímenes pasionales; pero es sabido que no pocos de ellos adornan las sentencias con presuntuosas consideraciones de tipo religioso, filosófico y psicológico que sorprenden y a veces escandalizan.
No sólo la pasión motiva la violencia de género. Estamos en conmemoración cidiana y viene al recuerdo un singular caso de maltrato bestial a la mujer. Se cuenta en conocidos romances. «Ambas las fijas del Cid» -doña Elvira y doña Sol- son víctimas de la crueldad de sus maridos, los condes de Carrión. Diego y Fernando que tal era el nombre de los pollos, traman tomar venganza en sus mujeres, de una burla que les había hecho el Cid, su suegro. Salen de Valencia para sus tierras; en el camino, ordenan al séquito que los dejen solos y se introducen en un monte muy espeso y muy oscuro. Narra el romance: «Quédanse con sus mujeres/ tan solos Diego y Fernando/ de sus caballos se apean,/ y las riendas han quitado; /sus mujeres que lo ven/ muy gran llanto han levantado;/ apéanlas de las mulas/ cada cual para su lado;/ como las parió su madre/ ambas las han desnudado/ y luego a sendas encinas/ las han fuertemente atado./ Cada uno azota la suya / con riendas de su caballo;/ la sangre que dellas corre/ el campo tiene bañado...». Añade que no contentos con esto las dejan abandonadas en el monte. Lógicamente, el suceso dio mucho que hablar y juzgar: nada menos que tres cortes reunió el rey. El Cid había sufrido grandísima afrenta en las blancas carnes de sus hijas y era obligado hacerle justicia.
No sólo a la ley dura o blanda, hay que encomendar el problema creciente de la violencia de género; por cierto, ¡qué horrible expresión!
Desde la promulgación de la ley han aumentado los casos de maltrato a las mujeres. El presunto fracaso no significa que la ley sea mala, sino que precisa de sustanciosas mejoras. Sobre todo, demuestra la necesidad de favorecer la convivencia familiar; la violencia es consecuencia de dramáticas rupturas que la autoridad no evitó ni ahora puede restañar la ley.
Tomado de www.lne.es
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