Aprender a amar a las mujeres reales.
Un nuevo libro de Sergio Sinay, La masculinidad tóxica (Ediciones B) explora viejos y nuevos paradigmas relacionados con los varones y sus sentimientos.
En este capítulo que adelanta LNR, el autor, especialista en vínculos humanos, reflexiona sobre los hombres y el amor en estos tiempos.
Ser abandonado por una mujer. He aquí el único fracaso insoportable para un hombre. Ante pocos dolores un varón está tan desarmado, tan desprovisto de recursos
como ante el abandono femenino. Perder a una mujer lo hace sentir, como pocas cosas, un completo y total perdedor (la pierde a ella, pierde ante ella).
Enamorarse, para el varón, equivale a rendirse, con todo lo que eso significa en un sistema de pensamiento elaborado sobre conceptos como lucha, competición,
victoria, conquista, imposición, posesión, sostenimiento. Las mujeres se conquistan y un hombre enamorado es, dentro de los códigos del paradigma masculino
hegemónico, un emasculado. Alguien que quedó atrapado sin remedio en las faldas de una mujer.
A los hombres les gustan las mujeres. Las mujeres se enamoran de los hombres. Ellos las desean, ellas los aman. ¿Es así por naturaleza? No. Es el resultado
de una educación, de mandatos, de ejemplos, de un paradigma.
Beber de una sola fuente
Nacemos de una mujer y dependemos de ella para sobrevivir en nuestros días iniciales. Los mandatos que ella recibe son los de consagrarse a nosotros, será
madre o no será mujer. Los que recibe nuestro padre le ordenan no inmiscuirse en el vínculo madre-hijo, fortalecerlo a través de la provisión material,
ocuparse del mundo circundante. Aun cuando los padres actuales se acercan más, no se acercan todo lo necesario como para que los hijos perciban y reciban
las dos energías, distintas y complementarias.
Así, los varones nos vamos empapando de presencia y de emocionalidad femenina. Conoceremos más acerca de ella que de la textura, la temperatura y la modalidad
emocional masculina. Pronto aprenderemos que nuestras acciones repercuten en el estado de ánimo de ella. Estaremos en paz y aliviados si mamá sonríe y
nos acaricia. Temeremos (sobre todo por lo que nuestro padre puede hacer al enterarse) si ella se enoja. Como varones, seremos cada vez más ignorantes
acerca de nuestro propio universo emocional (necesitaríamos una cercanía activa de nuestros padres para que nos guíe y autorice) y estaremos más al tanto
del femenino. Así se irá construyendo una real y consistente dependencia emocional de nosotros, como varones, hacia esa mujer que acaba por instalarse
en nuestro psiquismo como La Mujer (según la precisa descripción del filósofo Sam Keen).
A medida que el varón crece emprende (cada cual a su modo) la batalla para salir de esa dependencia. Complacerá a la mujer, o la maltratará, o la conquistará,
o tratará de agotarla sexualmente, o le hará promesas afectivas, o la llenará de regalos, o le construirá castillos y le bajará la luna, o la ignorará,
o intentará manipularla, o la engañará. Hará todo lo posible para decirse, y demostrar, que es "libre", que no es un "sometido". Ya sabe, además, que el
amor, el romance, el enamoramiento, como atributos emocionales, pertenecen al universo femenino. El ha sido preparado para otra cosa. Para conquistar,
hacer funcionar y administrar el mundo.
En simultáneo, la mujer ha recibido el mandato de ser generadora de vida y de amor, la autorización para navegar sin límites en las aguas profundas de los
sentimientos, los afectos y las emociones, la promesa de que, para ser madre y creadora de vida, habrá siempre un caballero que la protegerá. "Ya no es
así", se suele afirmar. Pero somos producto de un paradigma aún vigente y hegemónico en el que varones y mujeres estamos tramados en conjunto. Este paradigma
dice que (aún hoy) ellos son administradores económicos y ellas son administradoras emocionales. En ese contexto, el hombre no debe enamorarse, no debe
atarse a una mujer (y menos a la primera) porque claudica. La mujer, a su vez, necesita la confirmación amorosa o no será feliz. Los mismos padres y madres
que se enorgullecen de las muchas novias de su hijo varón, al que estimulan a seguirlas coleccionando, se preocupan por las indecisiones y variaciones
sentimentales de su hija, a la que aleccionan para que afine la puntería, elija un buen muchacho y se quede con él.
Un temor oculto
Pero ocurre que el amor, como todas las emociones y sentimientos, no tiene sexo, es un atributo humano. Los hombres aman. Sólo que la conexión con este
sentimiento y la expresión del mismo están obstaculizadas por una serie de mandatos de género que esterilizan afectivamente a los hombres y los aíslan.
La negación de la mujer como equivalente, como complemento necesario, la persistencia en construir la masculinidad como negación de la feminidad, y no como
su contrapartida necesaria y enriquecedora, hace que ella (la mujer) esté siempre presente en el horizonte masculino, pero desde el peor lugar. Es alguien
a quien amedrentar, impresionar, domesticar, aquietar, distraer, someter o apaciguar.
En esta danza equívoca, las mujeres se van sintiendo cada vez más frustradas, más deseosas de encuentro y amor, más desconcertadas. Esto provoca una intensificación
de sus demandas emocionales. Del otro lado, los hombres (educados en la idea de que, ante la mirada femenina, deben ser siempre eficaces proveedores) sienten,
a su vez, que tal demanda los sobrepasa. Pero al final ¿qué es lo que ellas quieren?, se preguntan. No hay nada que las satisfaga, se responden. Y corren
a poner distancia con esa demanda que sienten como devoradora. El círculo se repite con énfasis creciente. A más distanciamiento, más demanda, a mayor
demanda, mayor evitación. Los hombres confirman su profecía: las mujeres son de temer. Las mujeres confirman la suya: los hombres son incapaces de comprometerse.
Hombres y mujeres danzan en la oscuridad, con músicas diferentes.
Sam Keen hace una propuesta estimulante: "Una de las tareas fundamentales de la masculinidad es investigar los sentimientos inconscientes que nos producen
las diferentes imágenes de LA MUJER, deshacer las falsas mitificaciones, disolver la vaga sensación de amenaza y temor y, finalmente, aprender a respetar
y amar lo extraño de la feminidad. La maduración sexual-espiritual de la masculinidad reside en el proceso de cambiar a LA MUJER por la mujer y aprender
a ver a los miembros del sexo opuesto no como arquetipos de una clase sino como individuos. La causante de la mayor parte de nuestros problemas no es la
mujer que está en nuestra cama o en nuestra sala de reuniones, sino LA MUJER que está en nuestra mente".
Esta, como todas las iniciativas que se propongan cambiar el paradigma tóxico para transformar la masculinidad, reclama coraje espiritual, valentía emocional.
(...) Para elegir a una mujer, para permanecer junto a ella, para quemar las naves de las insalubres complicidades machistas, para construir un vínculo
profundo y comprometido, no se requieren aparatosas demostraciones de fuerza, de poder, de aguante ni de potencia genital. Es la testosterona del alma
la que cuenta, una hormona que los varones todavía desarrollan escasamente. Sólo se puede amar cuando se reconoce la singularidad, la cualidad única e
irrepetible de la otra persona. En la medida en que hacemos eso, nos honramos, nos reconocemos como sujetos, respetamos nuestra propia singularidad.
Mientras esta tarea siga inconclusa o pendiente, los varones continuarán siendo subdesarrollados emocionalmente en su relación con las mujeres. Algunas
conversaciones entre mujeres suenan equívocas. Escuchémoslas. Una dice: "El mío es muy desordenado". Otra cuenta: "El mío es insoportable cuando está enfermo
y tiene que quedarse en cama". Una tercera agrega: "El mío es capaz de no hablar con nadie en todo el día porque perdió en el fútbol". Sigue la cuarta:
"El mío, si no le preparo el plato que a él le gusta, no come". Llega la quinta: "El mío se va con los amigos y se olvida; lo espero con el corazón en
la boca y cuando vuelve y me ve así, me miente".Cualquiera juraría que hablan de sus hijos. Pero muchísimas veces este tipo de frases describe... al marido.
¿Por qué razón quien un día fue el seductor de su mujer pasa a actuar como hijo de ella? ¿Cómo un hombre que en su vida social, profesional y pública puede
lucir seguro, resuelto, exitoso, tiene en su vida de pareja el comportamiento de un chico? No es un misterio. A los varones se los prepara para "hacerse
hombres" en la vida laboral, en los deportes, en la política, en la calle, en la sexualidad. "Hacerse hombre" en esos aspectos significa aprender como
se pueda, aunque sea solo, pero no dejar de saber y de demostrarlo. En cambio, no existe la misma presión (ni estímulo) para el desarrollo emocional, sentimental
y afectivo. Los padres varones, en general, no supieron comunicarse emocionalmente con sus hijos, mostrarles su propio mundo interior, ofrecerles la guía
de su propia conducta (abierta, explícita) en materia de afectos. Y las madres a menudo cubrieron ese vacío con sobreprotección ("no me toquen al nene,
pobrecito mi ángel"; "tiene 25 años, pero lo despierto con el desayuno porque me gusta y me enternece") y con sobredosis de emocionalidad femenina. El
resultado es inmadurez en la evolución de la interioridad. Entonces, en situaciones domésticas o de intimidad, los hombres actúan como chicos. ¿Y quién
es su mamá en ese caso? Todos lo sabemos.
Muchas de las mujeres que se quejan, con hartazgo y con razón, de tener maridos que se han convertido en hijos, ¿están seguras de que no se manejan con
ellos con actitudes maternales? ¿No son educadas las mujeres, a su vez, para estar atentas a las demandas de los varones, primero en la persona de sus
hijos, luego en la de sus parejas? ¿No existe una especie de dependencia femenina hacia los humores y caprichos masculinos (...)?
El mejor camino para llegar a vínculos de pareja adultos, maduros y responsables es trabajar simultáneamente en lo que cada uno debe transformar. Los hombres,
involucrarnos más con nuestros aspectos emocionales y los de nuestros hijos, hacernos cargo de esa exploración, no creer, erróneamente, que es "cosa de
mujeres". De lo contrario, seguiremos siendo seres infantiles por mucho lustre que nos demos en lo social, y nuestros hijos actuarán luego como hijos de
sus mujeres. En cuanto a ellas, quizá se trate de fortalecer su autonomía y su independencia para no quedar atadas, por temor al abandono, a ese hijo no
deseado que es su propio marido (o novio, o amigovio).
Más de lo mismo
En tanto no se pueda crear una intimidad adulta, de dos personas distintas y complementarias, en tanto la relación con la mujer se establezca en términos
de hijo-madre, el foco de la sexualidad del hombre no estará puesto en ese vínculo. Otra mujer, despojada de toda pátina maternal, será el objeto del deseo.
Y estará, por supuesto, en otro lugar. Así se crea un círculo vicioso. Si en el acercamiento afectivo una mujer empieza a ocupar el lugar de madre y el
hombre empieza a verla con los mismos ojos con que observaba a su mamá, comenzará a buscar su aprobación o a temerle, a tratar de impresionarla o a evitar
disgustarla, se enojará con ella por motivos muchas veces infantiles (...). Buscará, sexualmente, a otras mujeres. Para comprometerse en un vínculo adulto
con una mujer, con intimidad, confianza, erotismo, integración, un hombre necesita construir una masculinidad adulta, de raíces emocionales propias y profundas.
Esto no se logra con hazañas sexuales, ni con demostraciones de productividad económica, ni con estúpidas confrontaciones de violencia física, ni con un
despliegue vanidoso de autos, relojes, propiedades, tarjetas de crédito, chequeras, músculos o símbolos de poder. Debajo de la costra producida por el
paradigma de la masculinidad tóxica, los varones están aislados, inseguros y solos.
Ya es hora de dejar de defenderse de la mujer (...) para reconocerla, en cambio, como su complemento necesario. Es hora de que los varones admitan su miedo
a la mujer; ésa será la única manera de trascenderlo y crecer. El miedo del varón a la mujer se hace presente con más fuerza en los tiempos actuales, desde
que las mujeres, por necesidad, por elección o por hartazgo, salieron de los nichos en los que habían quedado recluidas por los estereotipos de género.
Desde el último tercio del siglo veinte hasta hoy, por lo menos un par de generaciones femeninas han conquistado espacios profesionales, laborales y sociales
que les eran negados. El rol de proveedor económico ya no es especialidad y exclusividad masculina. Esas mujeres recuperaron su derecho a desear y toman
iniciativas sexuales. Como se dice vulgarmente, "van al frente" en el plano de las relaciones afectivas y sexuales. Como nada de esto les ha sido regalado
ni facilitado, como tuvieron que remar contra la corriente del modelo masculino aún predominante en la sociedad, viven sus nuevos roles con énfasis, con
vigor, con determinación.
Frente a este modelo de mujer cada vez más extendido, el hombre revela temores que están a flor de piel: el temor a no ser tan eficaz como se le exige,
el temor a no ser un buen proveedor, el temor a no ser sexualmente tan potente e infalible como los hombres siempre se contaron a sí mismos que eran. Esta
mujer, que ya no es fácilmente domesticable, que quiere a su lado un hombre y no un hijo extra, provoca miedo en los varones, pone en retirada sobre todo
a los más fieles exponentes del machismo vigente. Otros disimulan el susto y lo canalizan a través del elogio. Aparecen, súbitamente, los hombres "feministas",
con encendidas alabanzas a las que algunos de ellos llaman "mujeres bravas". En esos elogios no hay una propuesta de masculinidad transformadora. Otra
vez aparece el hombre-niño intentando apaciguar a la mujer-mamá, a la que supone enojada por las travesuras machistas de los varones. Esto no es lo que
necesitan los hombres para cambiar ni las mujeres para encontrarlos como compañeros de comunión afectiva y de una intimidad compartida. En todo caso, lo
que se requiere es el coraje de admitir el miedo para trabajar con él desde lo esencialmente masculino.
Mientras los hombres teman a las mujeres, será imposible que exista entre los sexos una relación de reconocimiento, de aceptación y celebración de la singularidad
de cada uno. Los sexos no fueron creados para que uno elimine al otro, sino para que, complementándose desde las diferencias, creen una instancia en la
que el todo será más que la suma de las partes. Puede haber paridad. Respeto. Podemos ser, y debemos ser, ciudadanos y ciudadanas, trabajadores y trabajadoras,
progenitores y progenitoras con iguales derechos. Y es toda la igualdad posible. En todo lo demás, el reconocimiento de la singularidad de cada sexo, de
cada varón dentro de su sexo y de cada mujer dentro del suyo, es lo deseable y lo que hará, en gran medida, la riqueza del otro.
Cuando el encuentro de un hombre con una mujer no produce la amalgama de lo masculino auténtico y recóndito con lo femenino esencial y profundo, lo que
sobreviene es la soledad, lo que Lederer llama "un frígido aislamiento". Una abrumadora multitud de hombres, hijos obedientes de un modelo, están (aunque
abunden las mujeres en sus vidas) frígidamente aislados. Algunos lo admiten. Aunque lo nieguen, todos lo sienten. De allí no los sacará una Mamá. Los rescatará
su propia energía.
En la búsqueda del Santo Grial (relato medieval rico en materiales para la transformación masculina), el joven caballero Gauvain le dice al rey Arturo:
"Lo hemos ganado todo con la lanza y lo hemos perdido todo con la espada". El psicoterapeuta y mitólogo jungiano Robert A. Johnson, interpreta así esa
frase: "La lanza es el símbolo de la diferenciación, del espléndido arte de separar y clarificar; la espada es el torpe elemento masculino que se abre
paso con violencia a través de cualquier obstáculo. Hoy hay demasiadas espadas y muy pocas lanzas".
El primer blanco de las lanzas debe ser, hoy y aquí, el corazón de los varones. Para que éste no sea alcanzado por la espada de la soledad.
Por Sergio Sinay .
Para saber más
Tomado de www.lanacion.com
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