Junto a la Psicología científica -esa disciplina que estudia el funcionamiento de la mente humana- existe otro saber popular sobre nuestros comportamientos individuales que podríamos denominar psicología popular. No estoy aludiendo, como podrán suponer, a esos pseudopsicólogos que, presumiendo de poseer una aguda penetración mental, diagnostican categóricamente nuestros cambios de humor ni a los que, con tono magistral, definen nuestro perfil temperamental. En esta ocasión me refiero a ese conocimiento que, aunque no se formula con una terminología técnica, tampoco está exento de sabiduría, de esa cultura que las experiencias humanas depositan en el fondo de nuestra conciencia colectiva. Para demostrar el fundamento de esta afirmación, les voy a poner algunos ejemplos de las palabras que usamos en nuestro lenguaje coloquial y que nos sirven para designar a los diferentes tipos psicológicos de las personas con las que convivimos.
A partir de la necesidad que todos experimentamos de comprendernos y de explicar nuestras conductas y las de los que nos rodean, empleamos un lenguaje que posee un singular poder descriptivo y expresivo y que sirve a las obras cómicas televisivas dibujarlos los caracteres de sus personajes, es decir, tipos de hombres definidos por uno o varios rasgos psicológicos y morales dominantes que simbolizan un aspecto de la naturaleza humana o, a veces, una determinada condición social. Recuerden, por ejemplo, los tipos de el avaro o del el misántropo de Moliere.
En nuestro ambiente se me ocurren de pronto las figuras tan comentadas como el chivato, el pelota, el listillo, el gracioso, el aguafiestas, el amargao, el malage, el guapo, el tranquilo, el nervioso, el beato, el mariquita, el tramposo, el caradura, el puntilloso, el machote, el aprovechado, el víctima, el perdonavidas, el fanfarrón o el trepa.
Fíjense en las veces que, al leer las listas que, en las diferentes elecciones que se acaban de celebrar, hemos repetido esta caracterización de esos personajes que, como ocurren con algunas plantas, más que crecer, se encaraman agarrándose y, a veces pisoteando, todo lo que encuentra a su alcance. Son esos conciudadanos que, impulsados por un afán incontrolado de ascender en la escala social, profesional o política, no reparan en la dimensión ética de los medios y de los instrumentos que emplean: parten del supuesto de que el fin justifica los medios. El trepa sólo pretende subir escalones, promocionarse, escalar puestos. El trepa, como la planta, desarrolla sus «garras para sujetarse a la escala que le permite trepar; se alimenta», no para robustecer su tronco, sino sólo para alargar su endeble tallo, por eso, cuando pierde el soporte, cae irremisiblemente a tierra y corre el riesgo de ser pisoteado.
El trepa es un ventajista, un aprovechado de las gangas, un oportunista que lo mismo se compra que se vende; es un maestro en las argucias; es un fullero que hace trampas en los juegos; es un timador que quebranta la lealtad y la fidelidad; es un vivo que traiciona a los amigos; es un caradura que engaña a los compañeros; es un estafador que es infiel con los jefes y adulador con los superiores. El trepa, de manera inevitable y fatal, cae desplomado por el peso de su incontrolada ambición, por el lastre de su insaciable codicia y por la gravitación de su ansiosa avaricia.
Este ejemplo nos sirve para mostrar cómo la psicología popular o psicología del sentido común es la teoría implícita que el común de los mortales usa para explicar la conducta de sus semejantes.
A partir de la necesidad que todos experimentamos de comprendernos y de explicar nuestras conductas y las de los que nos rodean, empleamos un lenguaje que posee un singular poder descriptivo y expresivo y que sirve a las obras cómicas televisivas dibujarlos los caracteres de sus personajes, es decir, tipos de hombres definidos por uno o varios rasgos psicológicos y morales dominantes que simbolizan un aspecto de la naturaleza humana o, a veces, una determinada condición social. Recuerden, por ejemplo, los tipos de el avaro o del el misántropo de Moliere.
En nuestro ambiente se me ocurren de pronto las figuras tan comentadas como el chivato, el pelota, el listillo, el gracioso, el aguafiestas, el amargao, el malage, el guapo, el tranquilo, el nervioso, el beato, el mariquita, el tramposo, el caradura, el puntilloso, el machote, el aprovechado, el víctima, el perdonavidas, el fanfarrón o el trepa.
Fíjense en las veces que, al leer las listas que, en las diferentes elecciones que se acaban de celebrar, hemos repetido esta caracterización de esos personajes que, como ocurren con algunas plantas, más que crecer, se encaraman agarrándose y, a veces pisoteando, todo lo que encuentra a su alcance. Son esos conciudadanos que, impulsados por un afán incontrolado de ascender en la escala social, profesional o política, no reparan en la dimensión ética de los medios y de los instrumentos que emplean: parten del supuesto de que el fin justifica los medios. El trepa sólo pretende subir escalones, promocionarse, escalar puestos. El trepa, como la planta, desarrolla sus «garras para sujetarse a la escala que le permite trepar; se alimenta», no para robustecer su tronco, sino sólo para alargar su endeble tallo, por eso, cuando pierde el soporte, cae irremisiblemente a tierra y corre el riesgo de ser pisoteado.
El trepa es un ventajista, un aprovechado de las gangas, un oportunista que lo mismo se compra que se vende; es un maestro en las argucias; es un fullero que hace trampas en los juegos; es un timador que quebranta la lealtad y la fidelidad; es un vivo que traiciona a los amigos; es un caradura que engaña a los compañeros; es un estafador que es infiel con los jefes y adulador con los superiores. El trepa, de manera inevitable y fatal, cae desplomado por el peso de su incontrolada ambición, por el lastre de su insaciable codicia y por la gravitación de su ansiosa avaricia.
Este ejemplo nos sirve para mostrar cómo la psicología popular o psicología del sentido común es la teoría implícita que el común de los mortales usa para explicar la conducta de sus semejantes.
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