Para el ciudadano hipocondríaco, el verano es una auténtica tortura. Su médico está de vacaciones y no le ha dejado el móvil; las farmacias, cerradas, y desconoce las de guardia; en caso de desplazamiento, el CAP le queda lejos... Y en verano ya se sabe: epidemias, golpes de calor, infecciones, la enfermedad estival... Y, para colmo, ya lleva dos temporadas enganchado a House. Además, los colegas del intercambio de síntomas, medicamentos y autoconfesiones andan lejos, cada uno por su lado. El problema de la hipocondría, que es una enfermedad en sí misma, es que el paciente, que suele ser inteligente e informado, quiere evitar que la enfermedad le sorprenda, anticipándose; de ahí las consultas, el riguroso estudio de los prospectos y el asedio a familiares y amigos, que acaban huyendo.
La soledad del hipocondríaco es terrible, porque una neurosis contada es menos neurosis: es el caso de un artista al que no dejaran expresarse. Vivimos en una sociedad hipocondrizada: sabemos demasiadas cosas y las sabemos bastante mal. Desde todos los medios nos aconsejan sobre salud; a menudo, las informaciones son alarmantes; otras, demasiado esperanzadoras, y muchas, contradictorias. Nos estamos volviendo hipocondríacos. Es lógico: habitamos una cierta felicidad sedentaria, y cualquier cosa que la perturbe nos produce graves obsesiones. Un perverso diría que somos víctimas de una información excesiva. Puede.
No obstante, muchas veces el ciudadano, especialmente si es de características hiponcondríacas, cree que no le dicen la verdad, que la industria farmacológica marea la perdiz, que muchas enfermedades no se curan para mantenernos enfermitos a medias, mientras gastamos en medicamentos sutiles. Y, para colmo, House no vuelve hasta enero.
Tomado de www.elperiodico.com
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