José Miguel Jaque
Andrea comparte una casa con cinco mujeres y nueve niños. Llegó ahí luego de soportar una larga historia de violencia, ser amenazada de muerte y huir junto a sus hijos. Su día pasa entre terapias de autoestima, la búsqueda de un nuevo significado a los episodios de maltrato y un rol de mamá que ahora sí le gusta. Su nueva "versión" se pinta los ojos, se siente bonita y tira líneas para una nueva vida.
La culpa es de los piojos. De no ser por las liendres, Andrea habría usado el pelo largo cuando era chica. Como no pudo, se colgaba una toalla en la cabeza y la movía de un lado a otro frente al espejo simulando una larga melena. Tanto le gustaba ese juego que cuando creció su cabellera le llegaba hasta la cintura. Pero hace dos meses, Andrea entró a una peluquería y pidió que la raparan. Necesitaba cambiar su imagen. Borrar recuerdos y marcar el comienzo de una nueva etapa. "La primera vez que me pegó, me agarró del pelo y me tiró al suelo. Cada vez que me miraba en el espejo recordaba ese episodio", dice Andrea. Asegura, además, que no volverá a usarlo largo. La nueva etapa empezó en una de las casas de acogida que el Servicio Nacional de la Mujer (Sernam) puso en marzo a disposición de las mujeres que son víctimas de violencia intrafamiliar y amenazas de muerte. "Si una mujer llega acá es porque está en riesgo vital", comenta Carolina González, sicóloga de la casa donde está Andrea. Las mujeres llegan derivadas por la Unidad de Atención a Víctimas y Testigos (Uravit) de la fiscalía donde estampan la denuncia contra el agresor, pues es requisito judicializar el caso de violencia. Andrea siguió otro camino. Una noche tuvo una pelea con el "susodicho". "¿Por qué lo llamo así? No me gusta llamarlo por el nombre. Así les decimos a quienes nos golpeaban", cuenta. Su mamá sabía que era víctima de violencia sicológica y física y había conseguido el número de una de las casas. Andrea llamó para saber de qué se trataba. "Pensaba que me podían obligar a conversar con el susodicho para ponernos en la buena. Yo no quería eso", cuenta. Luego de esa llamada, preparó la huida durante dos meses. De a poco sacaba sus cosas y las dejaba en casa de la vecina. Por años pensó en largarse, pero "no creía en los finales felices. Una ve en las noticias que hay mujeres asesinadas o que terminan en el hospital todas machucadas. Y los gallos están un par de días presos y después los sueltan", dice. Pero un día se decidió. Se olvidó del miedo que la paralizó durante cinco años, tomó a sus dos hijos y se fue a la dirección que le dio Carolina por teléfono. Sin dejar rastro A Andrea le costó entrar en confianza con sus nuevas compañeras de casa. Compartía las labores domésticas, pero sólo repartía monosílabos. "Sabía que a las niñas también les sacaron la mugre, pero cuando te preguntan qué te pasó a ti, por qué aguantaste tanto, te da vergüenza". La "vergüenza" se trabaja en terapias con la sicóloga. "Es imposible que en tres o cuatro meses podamos hacer una reparación potente, pero sí podemos resignificar las experiencias de violencia y mejorar el autoestima", explica Carolina González. Resignificar es ver debajo del moretón: pasar de la vergüenza y la culpa por no reaccionar antes a decir "yo no me merecía esto". Junto a la sicóloga, en la casa trabajan una asistente social, una abogada y una sicóloga infantil, además de una monitora que coordina las actividades del día. Las seis mujeres de la casa se levantan temprano, van a dejar a los niños al colegio, preparan las comidas, hacen el aseo y asisten a talleres a cargo de voluntarios del Hogar de Cristo. "El que más me gusta es uno de repostería", cuenta Andrea. Ella está a cargo de uno de telares que tuvo buena acogida entre sus compañeras. En la casa les aportaron 30 mil pesos para comprar materiales, vendieron los tejidos en los negocios cercanos y se repartieron las ganancias. La estadía en la casa no es sinónimo de encierro. Luego de un mes van a visitar a familiares por el fin de semana. Llaman por teléfono para que las esperen y corren desde la puerta del taxi hasta la puerta de la casa. "Hemos tomado todas las medidas para que las casas de acogida sean recintos protegidos, pero no se puede asegurar que el agresor les pierda el rastro", comenta la ministra de Sernam, Laura Albornoz. "Las ubicaciones están bajo reserva, establecimos convenios con el Ministerio Público y Carabineros las incorporó dentro del Plan Cuadrante. También contamos con sistemas de circuito cerrado. Estamos adoptando las medidas para que cada vez sean más seguras". Le pasó a Tania. Ella era de Chillán y estuvo en una casa de acogida de la VIII Región. El agresor la fue a buscar. Rompió vidrios y forzó puertas para entrar a la casa. Desde afuera gritaba que quería llevarla de vuelta para cumplir con las amenazas. No tuvo oportunidad. La mujer fue trasladada a Santiago y no hay noticias de su agresor, por ahora. Pero está en libertad. Otra cara en el espejo A Andrea le queda un mes en la casa. Carolina dice que ha hecho una buena recuperación, pero no se puede asegurar que no vuelva a vivir episodios de violencia. "Este es un proceso completo dentro de los objetivos que nos estamos proponiendo: que siga en consulta, tenga redes de apoyo y pueda habilitarse laboralmente. Para eso tiene que mejorar la autoestima". Cada vez que Andrea va a salir, se pinta los párpados de color calipso para resaltar sus ojos verdes. Es un hábito que retomó luego de años. "No tenía para qué arreglarme. Él no me miraba, no se daba cuenta que estaba ahí. Cuando me duchaba, salía rápido del baño para no mirarme en el espejo, me tenía rechazo. Ahora me miro, me gusta cómo me veo... más flaquita y curvilínea", dice entre risas. "Acá llegan con sobrepeso y desarregladas. A algunas todavía les quedan marcas de los golpes", comenta Carolina. "Es bonito ver cómo empiezan a preocuparse de sí mismas y sentirse mujeres otra vez. Incluso manifiestan ganas de estar con alguien que las trate bien". Los padres Andrea la ayudarán a arrendar un departamento y un hermano le consiguió trabajo en una tienda de ropa. Sus redes funcionaron, pero no sucede en todos los casos. "Las mujeres se van con resguardos, como capacitación, contactos para acceder a empleos y acceso a financiamiento para poder arrendar viviendas. Cada ministerio entrega mecanismos que permitan romper con el círculo de la violencia", cuenta la ministra Albornoz. Andrea se imagina su nueva vida y dice estar preparada, porque no es la misma mujer que cruzó la puerta de la casa por primera vez. "Ahora me río harto y lloro harto también", cuenta. "Pero es un llanto distinto. Lloro porque me emocionan cosas, porque ya no vivo con él y porque me puedo cortar el pelo sin pedirle permiso". LN *Los nombres y lugares consignados en este reportaje han sido cambiados para resguardar la seguridad de las mujeres que viven en estas casas de acogida y que, gentilmente, entregaron su testimonio a La Nación.
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