ES frecuente que acudan a la consulta psiquiátrica muchas personas que presentan una sintomatología ansiosa y depresiva derivada del padecimiento de situaciones de estrés, más o menos alargadas en el tiempo, por circunstancias adversas de la vida. Pérdidas de personas queridas, accidentes, desgracias materiales, enfermedades importantes, problemas afectivos, paro laboral, frustraciones profesionales o vitales... Una larga lista de acontecimientos que todos podemos sufrir en mayor o menor medida en la vida, pero que por su gravedad, acumulación, presentación en momentos clave o simplemente por colmar la capacidad de sufrimiento de la persona -que es muy variable de unos a otros- acaban por poner en marcha un mecanismo psicopatológico que, en lenguaje profesional, denominamos como trastorno adaptativo ansioso-depresivo, reacción depresivo-ansiosa' o de otras maneras similares.
Y una de las causas más frecuentes de esta enfermedad es el desgaste al estar al cuidado de familiares enfermos crónicos o ancianos inválidos. A la necesidad de atención de la persona necesitada, el cuidador muchas veces añade su propio exceso de responsabilidad, perfeccionismo, obsesión y sentimientos de autoexigencia que superan lo razonable. Se suele tratar con más frecuencia de mujeres en torno a los cincuenta años -ya que son las mujeres las que más se encargan de estas atenciones- que tienen a su cargo uno o más enfermos con mayor o menor invalidez. La vivencia de sujeción, saberse responsabilizadas las veinticuatro horas del día de los treinta días del mes, por años indeterminados, acaban con la paciencia de casi todos. Sobre todo si se sienten solos, si no pueden compartir los temores, ansiedades, sentimientos encontrados y dudas sobre lo que tienen entre manos, o mejor, a sus espaldas.
Muchas veces esos enfermos o mayores que cuidan -por la propia enfermedad o por su carácter, que se exagera en la vejez- son del todo exigentes, celosos, absorbentes. No permiten que les dejen solos ni un momento, protestan por los detalles de la alimentación, tienen celos de otros familiares, etcétera. En definitiva, además de necesitar una dedicación total, producen una frustración completa y el cuidador ve perdida su vida propia e incluso se siente culpable de no poder dedicarse a su marido, sus hijos, su trabajo profesional, sus amistades o sus aficiones. Aparece el cansancio, la irritabilidad, la desesperanza, los sentimientos de inutilidad mezclados con sentirse insustituible e imprescindible... Se rompe la propia salud y los nervios con trastornos del sueño, de la alimentación, del estado de ánimo y a veces con alguna enfermedad somática sobrevenida.
El consejo que me atrevo a dar a esas personas es que muevan todos los recursos -familiares, económicos, sociales, morales- para compartir esas responsabilidades con otros miembros de la familia, con cuidadores profesionales por horas pagados o subvencionados por organismos de ayuda social, centros de día e incluso residencias, si es preciso. Pensando que la falta de salud o valimiento de una persona va a acabar arrastrando a la enfermedad y la incapacidad de otras o al deterioro global de la propia familia. Es necesario que los cuidadores descansen un tiempo razonable todos los días, salgan -sin teléfono móvil y sin sentimientos de culpa- de paseo, a hacer otras cosas necesarias para su casa, a tomar un café con las amigas, a misa, al cine, a la biblioteca, a volar una cometa o a contar las flores de un jardín público. Que puedan contar con algún fin de semana para acudir a un acontecimiento o hacer un viaje, que una temporada al año se vayan, o se queden de vacaciones. Desde luego deben dormir cada día; no tomar alcohol 'para entonarse' -si lo toma, que lo tomen porque les da la gana-, no sentirse culpables por estar alegres, reír, cantar o participar en bromas... Y en general deben vivir la vida, su propia vida, que es necesaria para poder darla a los demás, pero para darla de una manera racional, sana y vital. Nadie puede, ni debe suicidarse, tampoco por los demás
Y una de las causas más frecuentes de esta enfermedad es el desgaste al estar al cuidado de familiares enfermos crónicos o ancianos inválidos. A la necesidad de atención de la persona necesitada, el cuidador muchas veces añade su propio exceso de responsabilidad, perfeccionismo, obsesión y sentimientos de autoexigencia que superan lo razonable. Se suele tratar con más frecuencia de mujeres en torno a los cincuenta años -ya que son las mujeres las que más se encargan de estas atenciones- que tienen a su cargo uno o más enfermos con mayor o menor invalidez. La vivencia de sujeción, saberse responsabilizadas las veinticuatro horas del día de los treinta días del mes, por años indeterminados, acaban con la paciencia de casi todos. Sobre todo si se sienten solos, si no pueden compartir los temores, ansiedades, sentimientos encontrados y dudas sobre lo que tienen entre manos, o mejor, a sus espaldas.
Muchas veces esos enfermos o mayores que cuidan -por la propia enfermedad o por su carácter, que se exagera en la vejez- son del todo exigentes, celosos, absorbentes. No permiten que les dejen solos ni un momento, protestan por los detalles de la alimentación, tienen celos de otros familiares, etcétera. En definitiva, además de necesitar una dedicación total, producen una frustración completa y el cuidador ve perdida su vida propia e incluso se siente culpable de no poder dedicarse a su marido, sus hijos, su trabajo profesional, sus amistades o sus aficiones. Aparece el cansancio, la irritabilidad, la desesperanza, los sentimientos de inutilidad mezclados con sentirse insustituible e imprescindible... Se rompe la propia salud y los nervios con trastornos del sueño, de la alimentación, del estado de ánimo y a veces con alguna enfermedad somática sobrevenida.
El consejo que me atrevo a dar a esas personas es que muevan todos los recursos -familiares, económicos, sociales, morales- para compartir esas responsabilidades con otros miembros de la familia, con cuidadores profesionales por horas pagados o subvencionados por organismos de ayuda social, centros de día e incluso residencias, si es preciso. Pensando que la falta de salud o valimiento de una persona va a acabar arrastrando a la enfermedad y la incapacidad de otras o al deterioro global de la propia familia. Es necesario que los cuidadores descansen un tiempo razonable todos los días, salgan -sin teléfono móvil y sin sentimientos de culpa- de paseo, a hacer otras cosas necesarias para su casa, a tomar un café con las amigas, a misa, al cine, a la biblioteca, a volar una cometa o a contar las flores de un jardín público. Que puedan contar con algún fin de semana para acudir a un acontecimiento o hacer un viaje, que una temporada al año se vayan, o se queden de vacaciones. Desde luego deben dormir cada día; no tomar alcohol 'para entonarse' -si lo toma, que lo tomen porque les da la gana-, no sentirse culpables por estar alegres, reír, cantar o participar en bromas... Y en general deben vivir la vida, su propia vida, que es necesaria para poder darla a los demás, pero para darla de una manera racional, sana y vital. Nadie puede, ni debe suicidarse, tampoco por los demás
Tomado de nortecastilla.es
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